martes, 14 de mayo de 2013

Nanak

Él nació en un pequeño pueblo llamado Blanco-Cuerno. Antes, ese pueblo, había sido un poblado indio y digamos, que la tribu se había modernizado con la "globalización" y ver la explotación a su alrededor decidieron camuflarse en el mundo capitalista. Cambiaron sus vestuarios de pieles por algo más "moderno", seguían siendo prendas rotas y de productos animales sólo que ahora le habían quitado los pelos y habían cambiado de animal, ahora tenía que ser de vaca. Dejaron de sentarse en el suelo o las piedras, ahora usaban sillas y cuando se sentaban en piedras decían que era más hippie, más naturalista, que poco después también se puso de moda.
Aparentemente la moneda era lo más importante de su vida, pero en hechos reales, seguían siendo la misma gente, los mismos miembros de la tribu bajo el nombre de población, se pusieron números como si de un juego se tratase y se apuntaron en un papel guardándolo como si fuera realmente importante. Al ser la misma gente, la moneda no era más que una fachada, seguían compartiéndolo todo pero con esa tapadera evitaban que fueran a obligarlos a trabajar para los verdaderos capitalistas.
Era un juego muy divertido, se reían a carcajadas cuando pasaba un pez gordo del norte investigando si realmente era cierto. Fingían broncas si entraban en sus sitios de trabajo donde seguían haciendo los mismos productos y, cambiaban esas cosas llamadas monedas a cambio del producto que cada uno necesitaba. Luego, a escondidas, por la noche, cuando se sentaban junto al fuego, siendo llamados subdesarrollados por ello, se terminaban de repartir lo fabricado en el día.
Nanak, vivió en ese entorno, en esa falsa aparentemente cierta, creció así y hasta que no fue mayor y salió de allí no se dio cuenta que el capitalismo no era ese juego divertido con el que él había convivido. Él era un chico alto, al que le gustaba mucho esa piel trabajada llamada cuero, mezclado con una cosa que había conocido ya en la adolescencia cuando otro pez gordo que a si mismo se llamaba "de los países desarrollados" trajo en una promoción algo, que le hacían llamar "vaquero" o "jean". Le encantaba mezclar ambas cosas. Un día el pueblo se le quedó pequeño, ya se había recorrido todos sus alrededores y más allá. Aprovechó una de las veces donde "los desarrollados" pasaban por el pueblo a buscar mano de obra y se fue con ellos. Su padre ya había conocido ese trato pero por más que lo intentó no consiguió que no fuera así que se marchó.

Viajó durante varios días, horas y horas en diferentes medios de transporte y cuando llegó a su destino sintió mucho frío. Estaba nevando, cosa que él nunca había visto y le pareció completamente mágico. Sonrió y realmente creyó que eso era lo que buscaba. Esa magia duró poco. Tras varias horas más, esta vez en tren, le metieron en un campo de trabajo alejado de cualquier civilización posible.
Le pintaron en la pared, de lo que sería su cuarto compartido con cinco chicos más, en un idioma que el empezó a entender sin más remedio meses después, su horario. Al ver que nadie lo entendía, pasaron al esquema gráfico: Pintaron a una persona con un hacha encima de un tronco y un sol arriba, al lado, una luna y esa persona durmiendo. Lo entendieron mejor. Eso, al día siguiente se tradujo en que a las seis de la mañana se levantaban y trabajaban cosiendo ropa que el no había manejado, por suerte, empezó con esos vaqueros que tanto le gustaban, al cabo de las semanas le dejaron de gustar. Cosía y cosía vaqueros hasta que se hacía de noche. Acabó especializándose en eso, después de haber pasado por diferentes clases de ropa más de temporada, pero acabó volviendo a los vaqueros y no volvió a hacer otra cosa más.
Cuando consiguió manejar el idioma, preguntó si podía volver a casa. Le dijeron que sí, que en tres años. Se desmayó y cada vez que despertaba y veía donde estaba volvía a perder el conocimiento. Se tiró así un día y medio. Por miedo a que al trabajar le volviera a dar, se quedó en cama una semana. Se incorporó al trabajo y cuando se hubo recuperado del todo, volvió a hablar con el patrón. Le volvió a comunicar lo mismo: En tres años. Pasaron los meses e intentó de todo: rebelarse, suplicar, llorar, gritar, morder, arañar, pegar, arrodillarse, trabajar, callar... En tres años, en tres años. Esas tres palabras atacaban su conciencia cada noche. Esas, y las de su padre pidiéndole que le escuchara, que no fuera.

Pasó el primer año, sus manos estaban curtidas de tanto coser vaqueros, tenía un tic que consistía en mover la muñeca constantemente como si aún siguiera cosiendo, además de no cerrar los dedos más que lo que cierra para sujetar una aguja. Ya se había resignado a no decir nada y esperar a ver cómo pasaba el tiempo.
Los otros cinco chicos, tras ver sus castigos al rebelarse decidieron no protestar, ni siquiera preguntaron en cuánto tiempo les dejarían volver a casa.

A los seis meses, una parte del campo se derrumbó, la zona de las mujeres, que por supuesto estaba separada, no llegó a morir nadie pero fue un aviso. Esa semana en la que reconstruían y curaban, la seguridad estaba mucho menos controlada y consiguió escapar a través de una de las puertas de emergencia de las vallas. Genial, una alegría enorme para Nanak hasta que estuvo lo suficientemente alejado del campo como para que no lo encontraran. Una vez que se sintió seguro llegó la gran duda: ¿Dónde estoy y cómo me voy a casa?



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