martes, 18 de diciembre de 2012

Lo vi morir a tres metros de mi, a esa persona que tanto me había dado, que tanto habíamos compartido. Era la guerra, sabía que podría pasar. Lloré su cadáver durante meses, incluso hoy, al recordarlo sigue saltando una lágrima kamikaze de la cuenca de mi ojo izquierdo.
No pude hacer nada para salvarlo. No pude hacer más que gritar y matar a su asesino. El llanto de una niña de doce años puede reventar corazones y con ayuda de un arma, puede terminar una guerra.
La guerra se acabó, sí, pero yo perdí a una de las personas por la que más daría.
Cuando recuerdo esa sonrisa victoriosa cuando veía que quedaban menos de sus enemigos, de nuestros enemigos, mi memoria corre a los primeros días que lo conocí, hace quién sabe cuántos años. Esa sonrisa concienciada de que de ese momento a unos años, algo gordo iba a estallar. Esa mirada luchadora, esa cabeza convencida, esas idas de esa misma cabeza nocturnas que le hacía pasar las noches en vela pensando en quién sabe qué. Esos zumos de naranja vitalicios cada mañana de visita.
Han pasado ocho años, sigo recordándolo cada martes como si el tiempo no curase nada. Lo único que ha curado es el sentimiento de culpa por no gritar a tiempo ya que, no tuve tiempo.
Una vez que todo hubo acabado, incluida su vida, limpié su cuerpo con agua como hacían en el antiguo Egipto. Doné sus órganos como él hubiera querido. Incineré el resto y esparcí sus cenizas por el campo. Cómo no, el campo. Cuantas tardes otoñales, veraniegas, invernales y primaverales pasamos allí. El me enseñaba las bases del comunismo, yo le enseñaba a amar la naturaleza. Él me enseñó a nadar, yo le enseñé a hacer del agua de río, agua potable. Él me enseñó a hacer arcos y flechas, yo le enseñé a trepar a las copas más altas. Quién sabe todo los que nos quedó por aprender el uno del otro. Quién sabe la cuantas medias sonrisas le quedó por regalarme, cuántos viajes a las partes más necesitadas del mundo nos quedó por hacer. Esos sueños de ir a África a aprender de ellos y a ayudarles en lo que pudiéramos se quedaron en viajes solitarios míos y mi conciencia.
Mis nuevos amigos dicen que estoy un poco loca, que el trauma infantil no me dejó muy bien. Yo sólo sé, que en el momento que cogí un arma dejé de ser una niña. En el momento que apoyé su cabeza en mis piernas inundando su rostro de lágrimas dejé de ser una adolescente con miedo. Cuando maté a su asesino dejé de ser una mujer para convertirme en un bebé sin saber qué hacer ni a dónde ir, sólo quería volver atrás a esas tardes de verano tirados en el campo imaginando un mundo mejor.
Ahora, no me malinterpretéis, estoy bien. La guerra acabó, algunas cosas conseguimos. Tengo a mi lado personas que me quieren y una sonrisa diaria no me la quita nadie pero, como ya dije, hoy es martes. Hoy es su día y le conmemoro con un zumo de naranja, una media sonrisa y una carta sin ningún destinatario más que mi propio corazón que sigue con los ideales firmes que él un día me enseñó.
Se libre, compañero.
Nami.